Reseña de Grieta, de Natalia Litvinova
El lento suspiro del pasado al convertirse en materia, súbitamente olvida las palabras y su memoria pasa a ser puro espíritu, es decir, una piedra. Claudia Masin
La primera vez que escuché a Natalia Litvinova en un ciclo de poesía me resultó extraña su voz. Y recordé, de manera intuitiva, la frase de Emile Cioran en la que se afirma que “no se habita una país sino que se habita un idioma”. Los poemas que leía en voz alta la autora después los tuve entre mis manos. En Grieta, la palabra, la lengua poética, se transforma en uno de los temas. Por ejemplo en los versos del poema “Aullar como quién” se enuncia: Me fue dado el don de adentrarme en lo lejano./ Mas no el de retornar./ No el abedul. Soy yo quien se estremece bajo su piel./ Volver en Ruso no es lo mismo que en castellano./ Volver en los dos idiomas./ Doblemente imposible. Los textos de Litvinova presentan una conciencia poética que reflexiona sobre la materia de la que el poeta dispone para realizarse. En este caso el desafío es doble porque es una escritura que nace desde el exilio. La lengua natal de Litvinova no es el castellano sino el ruso. Y además, de ahí la complejidad o el desafío, la poesía, en cualquier idioma, suspende los sentidos y los usos de la lengua común, lo cual demanda un trabajo artesanal, minucioso, con el lenguaje. El poema con sus partes más elementales comparte la misma naturaleza primigenia con el grito, o los aullidos, como si fuesen, la misma naturaleza.
En el poema “En toda palabra”, compuesto tan solo de dos versos, de nuevo regresa esta inquietud acerca de la relación entre lenguaje y poesía: En toda palabra hay un dios. / Entrar en silencio es rezarle. La impresión es que lo real, desde aquí, es un territorio virgen que aún no ha sido poblado por los ruidos de la lengua cotidiana. Por eso la necesidad de nombrar, casi que en un tono fundador, lo que acontece en la realidad. Hay una relación íntima entre poesía y lenguaje, pero a la vez es tensa por la razón de que es imposible para cada poeta salirse de los límites de su propia lengua o en otras palabras: es imposible escribir desde el exterior del lenguaje.
Lo que al principio era una suerte de intuición en mi lectura de a poco cobra más dimensión a medida que avanzo con Grieta. En el poema “Propiamente” leo: No hay palabra apropiada./ Lo propio — no pertenece./ Lo apropiado llora en una cárcel abierta./ No es apropiado que llore. Que llore. Se plantea, quizá de una manera más clara, este problema: si existe algo fuera de los límites de nuestra lengua, cómo podemos hacer para nombrarlo. Como si todas las palabras del mundo no pudieran hacer casa en ninguna superficie concreta. En el poema “Abocar” se formulan interrogantes acerca de la necesidad de disponer de un órgano, en términos biológicos como parte de nuestra anatomía, que nos permita organizar nuestra experiencia personal en el mundo: Si el silencio cambia/ de idioma todos los días,/ y hablar es entregarse/ a la victoria y a la pobreza con el mismo gesto./ ¿Para qué palabras?./ ¿Y para qué la boca? Por momentos pareciera ser que el acto mediante el cual le otorgamos nombres a las cosas es de primeras un acto inútil, pero también la palabra poética –idea que ha desarrollado George Steiner– es performativa, es decir: instala un mundo en el mundo o agrega otra realidad en la superficie de lo real. Desde esta perspectiva adquieren significación versos como los que articulan el poema “La canción no es la misma”: Me pregunté si podría dormir. La noche debería ser/ eterna o no ser./ Otra vez el grillo. La misma canción./ ¿Dónde va este viento? ¿Dónde me lleva, a mí, tan quieta?/ ¿Qué será del viento? La misma canción. / Todo lo que veo vive más que mis pensamientos sobre mí./ Me pregunto si podré dormir./ Debería ponerle nombre a la noche. El nombre además de ser una especie de violencia que se ejerce sobre las cosas reales se transforma en un instrumento para elaborar coordenadas con el fin de localizar nuestra subjetividad en el mundo. El nombre articula, así, el paso del tiempo, los sonidos de la naturaleza y dibuja una dirección para nuestras decisiones.
El poema “Ahora” postula una poética: Escribir ahora. Como un grito/ que llegue más lejos que la fotografía del ojo./ Escribir Por si el ayer no entra./ En el futuro del poema.Una poética consiste en un programa y un horizonte de escritura. La pregunta que nos moviliza es: para qué escribir. ¿Qué sentidos se pueden derivar de la escritura? No sólo hablar de sentidos en términos de grados, o planos, de significación sino en términos instrumentales. Entiendo que no hay una única respuesta. Pero es una pregunta que se actualiza en varias instancias y que más adelante veré cómo se la puede resolver.
“Letanía” es un poema en el cual aparece la propiedad performativa de la palabra poética: Hay un luz. Me sigue. Proviene de abajo./ ¿Es Dante – es Cristo?/ Es lo que tanto nombré para que se nos cumpliera. A medida que transcurre la lectura pareciera que la poesía, además de ser una casa, es como un talismán que nos protege y nos ampara. No sólo el poema es tal en cuanto la función referencial de la lengua, por usar una noción conocida, queda en un segundo lugar sino que la lengua poética en su propia naturaleza adquiere un aspecto casi sagrado. Y las palabras se transforman en oraciones o en conjuros que emparchan los huecos de lo real. En otro poema, “Caras del viento”, regresa esta actitud para transformar y para crear simultáneamente desde la palabra: Cuando no sé decir, dibujo. / Si el árbol no se mueve en la hoja,/ pronuncio su temblor. / A veces tengo que temblar/ para tener un árbol, una hoja/ y decir como el viento. Si no hay vocablos que acompañen el acto físico del habla dentro de algún espectro de significación restan tan solo representaciones gráficas y pensamientos en su estado más puro. La poemas de Litvinova se ubican en esa zona subterránea del lenguaje, al límite de lo decible y de lo pensable. Es una forma de re-pensar la relación entre creación e imitación o, como quería Aristóteles, entre poiesis y mímesis. Grieta, creo yo, y no considero en absoluto que sea una exageración, recupera y remarca la fuerza creadora de la poesía en su voluntad por hacer de los mosaicos dispersos de lo real un conjunto más homogéneo.
En la obra de Litvinova la poesía es la casa del lenguaje y es (por más que suene como una paradoja) el espacio que habitamos físicamente, nuestro referente. En el poema “Pero no hay mar”, la morada, el lugar desde donde emerge la voz poética, comienza a dibujarse: Afuera, el mar golpea contra las piedras./ La casa sella las ventanas y la espuma brota/ de mi boca./ Invoco el amanecer, pero el tiempo se quiebra, y vuelvo donde nunca estuve./ Esta casa que deshabito, exhala poemas, y rompe mis brazos.Pero lo extraño, contradictorio, es que no es una casa propia sino, y puede que sea una de las obsesiones que se repite en varios de los textos de Litvinova, que es una casa ajena como si el poeta habitara un no-lugar: ¿una casa prestada?, ¿una casa en el corazón del vacío de todas las cosas?, ¿una casa que pronto desaparecerá a causa de la amenaza continua del presente?
Tal vez por eso en otro poema (“Recepción”) se pronuncien estos versos: Ahuequé los ojos/ para más que mirarte./ Te confundí con la lluvia,/ con otro de mis cielos. / Ablandé mis costillas/ para que te acomodaras./ Y no te dejé entrar. Ingresar en el terreno de la poesía puede ser el ingreso al centro de un baldío o de un descampado. Algo similar ocurre con los siguientes versos del poema “Canción propia”: Brindo con mi sombra en la pared desplegada./ Por los que parten sin destino./ Y regresan cuando nadie espera./ Brindo por ellos./ Sin vino./ Y sin casa. Pienso que el gesto del brindis está familiarizado con el gesto de la recepción. Otra vez, para cada caso, nace la pregunta acerca de cuál es la locación del poeta. Si su casa es el lenguaje, a la manera de Heidegger, puede que su hogar sea parecido al de un caracol que lleva consigo su pequeño universo a todas partes frente a la intemperie. El poema “Afuera”, por ejemplo, re-presenta lo que no integra la casa: No hay muros. Todo espera ser roto. / Es cuestión de tiempo: que el cielo atente/ contra el pájaro./ que la mariposa tenga siete vidas./ Y el árbol se vuelva hacha. El espacio exterior es lo más parecido a una amenaza, en términos territoriales, que a un destino deseable. Y el filo del hacha me lo imagino tallado con miedo en el ojo del yo-lírico.
No todos los poemas, ni tampoco el libro en sí, pueden ser leídos desde estas tensiones. Por ejemplo en el poema “Bajo el árbol” emergen sentidos nuevos: Los rayos del sol atraviesan las hojas. Caen/ sobre dos personas que se saben sombras./ Uno cierra los ojos y el otro lo imita. Uno saca/ la lengua. Otro la palabra. Uno duerme y otro sueña./ A veces uno es el otro./ Tan otro que es uno. Recuerdo estos versos de Antonio Porchia: “Éramos yo y el mar. Y el mar estaba solo y solo yo. /Uno de los dos faltaba”.El juego de puestos como parte de una galería de espejos que tienden a difuminar, o borrar, la presencia del yo-lírico y con ello la presencia misma del poeta.
No pude evitar una asociación semántica entre el término grieta y las relaciones de parentesco, de significados comunes, que giran en torno al universo de la geología. Cirlot explica que las piedras constituyen la música petrificada de la creación. El poema que articula la serie, “Grieta”, dice: Cayeron los platos. Los portarretratos./ Los lugares de lo oculto./ La parte mojada del ojo en la parte seca./ ¿Supieron las manos lo que la boca no dijo?./ ¿Supo más la piel del hombre que temblaba.?/ El también cayó./ Roto desde antes. La piedra rota: ¿será sinónimo de disgregación?, ¿derrota?, ¿desmembramiento? Antes de la fisura, de la caída y transmutación de los objetos en el poema, tampoco existía alguna clase de unidad o de entereza: la grieta ya estaba desde un principio como una herencia (y testimonio a la vez) de la cual no es posible desprenderse.
Hacía tiempo que no leía un libro así. Apenas recuerdo dos textos: uno de Alejandra Pizarnik, “En esta noche, en este mundo”: “…la lengua natal castra/ la lengua es un órgano de conocimiento/ del fracaso de todo poema/ castrado por su propia lengua”.Y otro, de Roberto Juarroz, que comienza con el verso: “Crear algunas palabras para no decir”, y sigue: “tan solo para contemplarlas/ como si fueran rostros/ de recién nacidas criaturas del abismo”. En estos casos está presente, también como una obsesión, la necesidad de inventar una lengua completamente nueva y de explorar los límites del lenguaje para re-presentar lo que escapa directamente al contacto lingüístico.
Para terminar, si no se puede regresar a la patria originaria, por más que la poesía intente recuperar esas primeras experiencias en el pasado, esa vibración primaria en las cuerdas de la lengua, resta, entonces escribir desde el presente. De hecho, a la pregunta acerca de para qué escribir poesía, después de leer Grieta, le podrían seguir varias respuestas; pero en lo personal me identifico con la idea de que la escritura nos sirve para atribuirle significación al mundo: para completar una cartografía en la cual podamos construir, aunque sea de forma precaria, nuestra propia morada.
Algunos Poemas de Grieta
La canción no es la misma.
Me pregunto si podré dormir. La noche debería ser
eterna o no ser.
Otra vez el grillo. La misma canción.
¿Dónde va este viento? ¿Dónde me lleva, a mí, tan
quieta?
¿Qué será el viento? La misma canción.
Todo lo que veo vive más que mis pensamientos sobre mí.
Me pregunto si podré dormir.
Debería ponerle nombre a la noche.
Grieta.
Cayeron los platos. Los portarretratos.
Los lugares de lo oculto.
La parte mojada del ojo en la parte seca.
¿Supieron las manos lo que la boca no dijo?
¿Supo más la piel del hombre que temblaba?
Él también cayó.
Roto desde antes.
Enumeración del silencio.
Un animal atraviesa el claro.
Sobre los párpados se asienta el polvo.
La tormenta se trama entre cuatro vientos.
En las paredes suspiran las grietas.
La palabra se detiene. Una estrella cae.
Mejor hagamos silencio.
La eternidad es corta.
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