martes, 5 de mayo de 2015

Presentamos El idioma materno

La semana pasada, en La Libre, presentamos El Idioma Materno. Fue una noche lindísima. Fabio Morábito estaba de visita gracias a la Feria del Libro y leyó junto a otros poetas de México y Argentina.

Luego, Rodolfo Edwards leyó este texto que acá trascribimos entero porque nos encantó:


EL IDIOMA DE LA POESÍA
por Rodolfo Edwards
Debo confesar que, después de leer El idioma materno tuve ganas de decir lo mismo que alguna vez dijo Borges sobre Macedonio Fernández: “lo admiré hasta el plagio”. Y conste que en alguna de estas noches, casi lo plagio. Esta semana tuve que entregar una nota para una revista; me propusieron responder una especie de cuestionario con preguntas disparatadas que servían de disparador. Imbuido de los efluvios morabitianos, mis dedos se desplazaban por el teclado con una rara velocidad y un regocijo especial. Esa noche estuve escribiendo durante horas y la nota para la revista se convirtió en algo más, tenía un plus como si un suplemento vitamínico hubiese dotado a mis palabras de una fuerza incontenible. Gracias a la lectura de El idioma materno entré en una frecuencia de onda a la que me aferré todo lo que pude.
Una cosa es cierta: cuando a uno le gusta realmente un libro, dan ganas de ponerse a escribir. Esa es la prueba irrefutable, el test que debe pasar un libro a los ojos del lector/escritor. Calcar, imitar, emular…se me vienen esos verbos a la cabeza tratando de definir esa sensación ante un texto admirado. Admirar, es decir, mirar alrededor de algo, con sorpresa, quedarse en los umbrales, con cierto pudor de que no se rompa el hechizo. Porque la literatura es una forma de hechizo, ni más ni menos. Nos mantenemos suspendidos en el aire, a varios centímetros del piso, haciendo movimientos de braceo, devenidos astronautas por efectos de la lectura.
La cuestión de los géneros realmente me desvela. Un muy buen poeta amigo sostiene, categóricamente, que no existen los géneros. A riesgo de sonar “demodé”, yo sigo creyendo en los géneros. Mi disposición física para escribir poesía es muy diferente a la que tengo cuando escribo prosa. Respiro, según el género. La poesía se me sale de los dedos dando saltitos como ranas de papel. En cambio, la prosa me pone erguido en el sillón del escritorio, como una pitón al acecho de su presa. Y ya ven….estoy reescribiendo a Morábito: “Los renglones en prosa, metódicamente alineados, proponen una respiración artificial; en cambio, los versos de la poesía, que se resisten a convertirse en renglones, alientan nuestra respiración perdida”, dice Fabio, con razón.
En El idioma materno encontrarán ensayos sobre la escritura, sobre la lectura, sobre la identidad, sobre el tiempo y sus pestes, siempre transparentes y fibrosos de ideas. Pero no puedo evitar seguir leyéndolos como poesía pura. Él mismo se ocupa del tema en “Poesía y prosa”: “El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene ocupado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo toma de sorpresa.”
No quiero decir con esto que haya ambigüedad o vacilación genérica en estos textos. Creo que Fabio ha inaugurado un género absolutamente personal que lleva su marca en el orillo, dosificando diferentes registros y disciplinas como un bartender de altísimo vuelo. Es sofisticado pero no pierde el sagrado candor, es complejo sin petulancia lingüística, sutil y elegante, pasa entre catástrofes y dramas cotidianos con la serenidad de un monje zen, haciendo del calvario humano estaciones de un viaje filosófico, donde todo acontecimiento deja una enseñanza, ganancia deducida del caos.
Los sueños recurrentes, los dolores metafísicos de la infancia, Kafka como redactor de nuestros destinos, el acto de escribir, el acto de leer, la confusión de las lenguas, hombres y mujeres cruzándose por la vida como soplos de experiencias, dejando huevos de recuerdos, satoris que tiran leña al fuego de la máquina de trovar.
Fabio acondicionó para El idioma materno un jardín de símbolos, barnizados por el tiempo, brillando en la distancia, siempre lejos, siempre cerca, huyendo y regresando como un boomerang que busca darle un sentido a todo esto.


Con “el arrojo de los grillos”, como dice por ahí, debemos saltar todo el tiempo para seguir viviendo.


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