domingo, 22 de mayo de 2011

Estuvimos en la FLIA nro 17

Acá uno de los testimonios de la tarde soleada.


LA OTRA FERIA DEL LIBRO

Chacón y Juan Rapacioli).- La 17a. Feria del Libro Independiente se inauguró esta mañana y continúa hasta mañana a la noche a la luz de los faroles que dispuestos sobre los tablones, convocan a editores, libreros y lectores de temple libertario, llegados de todos los rincones de la patria.

La idea de los organizadores no es confrontar con la Feria del Libro oficial, sino acercar el libro al lector, el autor al lector, y que el lector -eventualmente un escritor, édito o inédito- aprenda el arte de la autoedición.

Esta vez, apostados en el cruce de la Avenida Caseros y Carrillo, en la Plaza España, frente al Hospital Rawson, se reunieron unas 500 personas: muchos conocidos y otros por conocerse, hermanados más por el amor a los libros que a los libros-mercancía.

Germán Baquiola, que dirige la editora Nulú Bonsai, dijo a Télam que "actualmente estamos trabajando en Bolivia, Perú, Chile, Ecuador y la Argentina en un proyecto que se llama Corredor Sur".

Ese proyecto "nació en julio del año pasado, luego de tres congresos de editores latinoamericanos, donde decidimos armar esta asociación de editoriales independientes".

El objetivo, agregó, es "mejorar la distribución de nuestros libros en países vecinos, y la misión es sumar más y más gente al proyecto".

Uno de los ideólogos de esta versión de la independencia editorial, Guillermo De Pósfay, sostiene que "la FLIA surge como movimiento contracultural, como crítica a la Feria del Libro oficial", acaso sin ánimo de eludir la descarga psicomotora.

¿Y cómo empezó todo? "Empezó con un grupo instalado frente a la Rural, denunciando que a la cultura no se le debe poner precio y debe estar al alcance de todos".

Y un día esos jóvenes "se dieron cuenta que ya eran un grupo grande y que estaban más para proponer que para contraproponer. Así surge la primera FLIA", cuenta.

Eran treinta puestos. "Pero con el tiempo fue creciendo. Yo escribo e imprimo mis libros y me voy moviendo de FLIA en FLIA con mis trece títulos: "Yerba mate libre", "Huesos" y "La revolución transparente", entre otros.

La editorial Vox, con sede en Bahía Blanca, si se mira su catálogo, es de las más consistentes: un combo de escritores, ensayistas, poetas, plásticos, traductores, coordinados por la sapiencia de Gustavo López, representado en esta ocasión por Milton López, su vástago.

"Nosotros trabajamos más que nada con poesía; hacemos cruces con las artes plásticas; usamos diversidad de colores en las ediciones; tenemos diseños variados que apuntan al libro como un objeto", precisa el joven, mientras alrededor se mueven jovencitas que cultivan ese aire a la Joni Mitchell tan adecuado.

López dice que los libros de Vox "a veces vienen en caja, incluyendo serigrafía, stickers, posavasos; hacemos un proceso de selección, mucha lectura y corrección, según determinados criterios".

Pero por supuesto, "la FLIA es un espacio importante, diría que clave, para establecer lazos entre proyectos y objetivos".

Vanina Colagiovanni, de la editorial Gog y Magog -que publicara la obra completa del legendario Darío Rojo- resume el espíritu de la feria, producto, como otros, de la crisis del 2001-2002.

"Somos una editorial de poesía independiente", asegura.

"Empezamos en 2002 para editarnos, a nosotros y también a nuestros contemporáneos".

En el catálogo, hay, "más que nada, libros de poesía argentina contemporánea. Y traducciones de libros que no se consiguen en castellano, en edición bilingüe: (Pier Paolo) Pasolini, Philip Larkin, y muchos eslovenos".

En mucho menor medida, Gog y Magog publica novelas y obras de teatro. "En la FLIA participamos desde la tercera edición", cuenta la también poeta, de vago aire a Alexandra Kollontai.


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martes, 17 de mayo de 2011

Ventanas altas de Philip Larkin, traducción de Marcelo Cohen (Ediciones Gog y Magog, 2010)

por María Lucía Puppo para no retornable



Hay poetas viscerales, que parecen haber escrito cada poema a flor de piel, llevando hasta el paroxismo su miedo, su amor o su rabia. Suelen abusar de la primera y la segunda persona porque sólo conciben la escritura como una ampolla que arde, un campo minado, una lucha cuerpo a cuerpo con el lenguaje. De ese combate los únicos trofeos pueden ser el grito estridente o el balbuceo, es decir, el desgarro del yo y de la palabra. Ni un verso de estos poetas parece trivial o ligero: pensemos en la última Sylvia Plath, en César Vallejo o en Paul Celan.

Y también hay poetas observadores, que hacen de la inteligencia un ejercicio paciente que ilumina la abulia de los días. A ellos les gusta mirar cómo cambian de color las hojas en otoño, de dónde sale la luna, cómo reaccionan los animales y las personas bajo la lluvia. Si en una punta gozosa de esta tendencia podemos situar a Yves Bonnefoy, en el extremo irónico y desencantando se ubica sin dudas Philip Larkin.

Larkin vivió entre 1922 y 1985 y permaneció siempre un escritor provinciano, sin el colorido de un irlandés. En su juventud participó de la oleada conocida como “the Movement”, que en los años cincuenta proclamaba una concepción escéptica y antirromántica del quehacer poético. Durante el resto de su vida no generó escándalos ni realizó grandes proezas existenciales: no se casó, no tuvo hijos y fue por décadas el bibliotecario eficiente de una universidad inglesa. La poesía de Larkin nace de la meditación y se expresa con humor amargo, combinando la perfección fónica –en el ritmo, la métrica y la rima- con un tono coloquial y sagaz. Sin despegarse de su tristeza congénita, los poemas celebran pequeños atisbos de belleza y hacen de esa falta de pretensión su máxima potencia.

High Windows se publicó en 1974 y fue el último libro de poemas de Larkin. Entre los temas que revisita se destacan sus versiones paródicas de la vida universitaria. Hipocresía, aburrimiento, burocracia e imbecilidad habitan los claustros y los pasillos, pero también los rituales colectivos de la playa, las fiestas y las celebraciones. Los compromisos sociales resultan un peso insoportable para el hablante huraño: “lo difícil que es quedarse solo”. Ni los cumpleaños ni las mujeres amadas intensamente pueden escapar de la trivialidad cotidiana. Detrás de cada acontecimiento se mueve el péndulo gris del nacimiento y la muerte, la juventud y la vejez, los vínculos y la soledad final.

La ironía de Larkin deconstruye, en primer lugar, el mito del escritor. Imagina a su futuro biógrafo describiéndolo como “uno de esos tipos de antes, naturalmente retorcidos”. Otro tótem con el que arrasa es la idea de nación, al proponer una visión apocalíptica de Inglaterra a punto de desaparecer entre pilas de basura y cemento. El sarcasmo provee piedras preciosas, como aquel pasaje que señala a los niños y sus “dueños”, o el comienzo memorable de “This Be the Verse” (“Sea este el verso”): “They fuck you up your mum and dad” (“Bien que te joden tus papis” en la traducción de Cohen). Distanciado de los gobiernos y de una población a la que únicamente le interesa el dinero, Larkin resulta siempre, en el pleno sentido de la expresión, políticamente incorrecto. A quien disfruta su crítica impiadosa de las instituciones y prácticas burguesas no puede sorprenderle que en cartas personales, publicadas después de su muerte, aparecieran comentarios racistas y misóginos.

El desprecio que siente por las personas arroja al poeta en la contemplación de los pequeños milagros naturales, como la llegada del verde de los árboles y el pasto recién cortado. Todo el libro puede ser leído bajo la óptica de un par de ojos implacables que observan a la distancia. No importa que se trate de los espacios de la civilización, del paisaje de la campiña o de un funeral que pasa, porque el efecto es el mismo que producen las “Ventanas altas”: primero abarcan el sol, más allá el aire azul, y luego apuntan a la nada que equivale al infinito. Esa misma desazón es la que experimenta el sujeto a las cuatro de la mañana, cuando regresa de orinar y es sorprendido por el paso del tiempo.

La meditación a partir de las mezquinas experiencias cotidianas da paso, al final del libro, a una reflexión posterior a un instante de tragedia. En el último poema el observador externo, que enumera sin juzgar, describe una explosión en una mina. Los detalles de la escena puntual hablan por sí mismos y es la tarea del lector ver (o no ver) allí una imagen de nuestro destino común, como la letra de una canción religiosa que indica que “los muertos nos preceden”. El texto reserva imágenes compasivas para las mujeres que ven venir a sus hombres muertos “dorados, como en las monedas”, mientras uno trae un nido de alondras que se ha salvado.


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miércoles, 11 de mayo de 2011

La promesa de una lengua Tierra en el aire, de Osvaldo Aguirre (Gog y magog. Buenos Aires, 2010)

por Alejo González para no retornable


Tierra en el aire, de Osvaldo Aguirre, pronuncia ya desde su título–y con el prometedor auxilio de una estrofa del poema “Trabajo”, de Umberto Saba - las primeras palabras de un mundo que, poema a poema y sin descuidos, se avoca a la exploración de su superficie geológica con todas las dificultades que eso supone y la tierra que levanta.

Armada de palabras justas, una voz nos propone su experiencia del tiempo: “Agosto es lo mismo / que enero”, admite. El espacio del recuerdo en el que se mueve la obra de Aguirre no es fácil. Al margen del tiempo, allí también se tornan indiscernibles otras cosas y entonces la confusión borra los caminos que traza el poema. Y ese, precisamente, es el asunto. La apuesta poética parecería jugarse en el avance de la poesía como trabajo del recuerdo sobre un terreno esquivo, lleno de piedras y barro.

Vemos que ya desde el primer verso, la “palabra”, abordada así, textualmente, sin vueltas, se somete a algunas operaciones de resistencia. Arrojada al suelo, es “sólo un puño que golpea y se mantiene mudo”. Trenza sus raíces cuando alguien la escarba. Y porque lleva en sí la naturaleza de una persistencia y de una inquietud, puede también ser la huella confusa que siguen los extraviados. De allí, quizás, la confianza depositada en ella.

Pero, antes que nada, la palabra es el camposanto donde descansa una “lengua muerta / en la tierra”. Es una añoranza. La poesía se arma de nostalgia ante una carencia y habla contra el silencio, pala en mano, excavando. La lengua sepultada, que es también un mundo y se promete como tesoro hacia atrás, en el recuerdo, y hacia abajo, en la tierra, nunca alcanza a ser más que lo que se cuenta de ella en otra lengua, la de la poesía; solo encuentra su presente en el parafraseo del poema: “Estas son las palabras / de abril. Las que caían / y se enredaban en tus pies / a la mañana. Estas son / las que cocinaban / con pilas de marlos, / las que comían / hasta decir basta, más / no puedo. Las palabras / con que andaban / a caballo y recibían / visitas…” También podríamos pensar en la lengua postergada de un mundo indecible.


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