lunes, 10 de mayo de 2010
El deseo convive con el pasado: yo paseo....
El deseo convive con el pasado: yo paseo
por un costado. Miro los peces-¿japoneses,
africanos?-comiendo-casi perros-de la mano.
Son largos como un muslo y anchos, algunos,
como un brazo musculado. Coloreados
como en la infancia, crudos, suben
a la superficie donde aluden, por pedazos,
al interior de un cuerpo humano imaginado.
No hay manos pero sí ojos, una boca
perfectamente circular, como cedazo,
y rígidos indicios de bigote a cada lado.
¿Un torso desmembrado o miembros
de la misma cosa? Tejido policromado,
conectivo, conectado. La manera de mirar
y la manera de ventosa, obscena, de la boca,
el tamaño-yo diría, colosal-y la evidencia
brutal de los colores contra el agua parda
son dignos de admirar: un bagre bello, grande
y envidiable en colorido, en el estanque,
hasta sociable en el encuadre de un verde japonés
que no es de estampa, sino de vida. Pero hay trampa
y paseo bajo sombrillas. Atraída, algo en la escena
me fastidia: ¿el oooh de esa boca admirativa?
Una vaga aprensión-tibia, lasciva-por el aspecto
de la imaginación que mira y ve, escenográfica, sombría,
una región de miembros descuartizados. Se diría
la zona-atea-de la porfía, que junto al agua
imagina su propia anulación. Yo deseaba
un canto de sirena entre los peces, las heces
del pasado, la sanción y hacerme a un lado.
Fue una pena. No conviven el deseo y la inocencia
de lo deseado, que dejaba que desear. Entre tanto,
me ha dejado pasear.
Mirta Rosenberg (Madam, Libros de Tierra Firme, 1988)
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