La semana pasada, en La Libre, presentamos El Idioma Materno. Fue una noche lindísima. Fabio Morábito estaba de visita gracias a la Feria del Libro y leyó junto a otros poetas de México y Argentina.
Luego, Rodolfo Edwards leyó este texto que acá trascribimos entero porque nos encantó:
Luego, Rodolfo Edwards leyó este texto que acá trascribimos entero porque nos encantó:
EL
IDIOMA DE LA POESÍA
por
Rodolfo Edwards
Debo
confesar que, después de leer El
idioma materno tuve
ganas de decir lo mismo que alguna vez dijo Borges sobre Macedonio
Fernández: “lo admiré hasta el plagio”. Y conste que en alguna
de estas noches, casi lo plagio. Esta semana tuve que entregar una
nota para una revista; me propusieron responder una especie de
cuestionario con preguntas disparatadas que servían de disparador.
Imbuido de los efluvios morabitianos, mis dedos se desplazaban por el
teclado con una rara velocidad y un regocijo especial. Esa noche
estuve escribiendo durante horas y la nota para la revista se
convirtió en algo más, tenía un plus como si un suplemento
vitamínico hubiese dotado a mis palabras de una fuerza incontenible.
Gracias a la lectura de El
idioma materno
entré en una frecuencia de onda a la que me aferré todo lo que
pude.
Una
cosa es cierta: cuando a uno le gusta realmente un libro, dan ganas
de ponerse a escribir. Esa es la prueba irrefutable, el test
que debe
pasar un libro a los ojos del lector/escritor. Calcar, imitar,
emular…se me vienen esos verbos a la cabeza tratando de definir esa
sensación ante un texto admirado. Admirar, es decir, mirar
alrededor de algo, con sorpresa, quedarse en los umbrales, con cierto
pudor de que no se rompa el hechizo. Porque la literatura es una
forma de hechizo, ni más ni menos. Nos mantenemos suspendidos en el
aire, a varios centímetros del piso, haciendo movimientos de braceo,
devenidos astronautas por efectos de la lectura.
La
cuestión de los géneros realmente me desvela. Un muy buen poeta
amigo sostiene, categóricamente, que no existen los géneros. A
riesgo de sonar “demodé”, yo sigo creyendo en los géneros. Mi
disposición física para escribir poesía es muy diferente a la que
tengo cuando escribo prosa. Respiro, según el género. La poesía se
me sale de los dedos dando saltitos como ranas de papel. En cambio,
la prosa me pone erguido en el sillón del escritorio, como una pitón
al acecho de su presa. Y ya ven….estoy reescribiendo a Morábito:
“Los renglones en prosa, metódicamente alineados, proponen una
respiración artificial; en cambio, los versos de la poesía, que se
resisten a convertirse en renglones, alientan nuestra respiración
perdida”, dice Fabio, con razón.
En
El idioma
materno encontrarán
ensayos sobre la escritura, sobre la lectura, sobre la identidad,
sobre el tiempo y sus pestes, siempre transparentes y fibrosos de
ideas. Pero no puedo evitar seguir leyéndolos como poesía pura. Él
mismo se ocupa del tema en “Poesía y prosa”: “El cuentista y
el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo;
el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene
ocupado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo
toma de sorpresa.”
No
quiero decir con esto que haya ambigüedad o vacilación genérica en
estos textos. Creo que Fabio ha inaugurado un género absolutamente
personal que lleva su marca en el orillo, dosificando diferentes
registros y disciplinas como un bartender
de altísimo vuelo. Es sofisticado pero no pierde el sagrado candor,
es complejo sin petulancia lingüística, sutil y elegante, pasa
entre catástrofes y dramas cotidianos con la serenidad de un monje
zen, haciendo del calvario humano estaciones de un viaje filosófico,
donde todo acontecimiento deja una enseñanza, ganancia deducida del
caos.
Los
sueños recurrentes, los dolores metafísicos de la infancia, Kafka
como redactor de nuestros destinos, el acto de escribir, el acto de
leer, la confusión de las lenguas, hombres y mujeres cruzándose por
la vida como soplos de experiencias, dejando huevos de recuerdos,
satoris que tiran leña al fuego de la máquina de trovar.
Fabio
acondicionó para El
idioma materno un
jardín de símbolos, barnizados por el tiempo, brillando en la
distancia, siempre lejos, siempre cerca, huyendo y regresando como un
boomerang que busca darle un sentido a todo esto.
Con
“el arrojo de los grillos”, como dice por ahí, debemos saltar
todo el tiempo para seguir viviendo.